Solemos conceder una especial importancia a todos los elementos externos que rodean nuestra vida cotidiana, procurando que están bien diseñados, sean elegantes, útiles y digan de nosotros, sus poseedores, que somos personas cultas y civilizadas.
Todo ese cuidado lo ponemos en los objetos materiales: mobiliario, ropa de vestir, complementos... incluso buscamos que nuestras amigas y amigos sean lo mas guapos posible, por si hay que enseñarlos a las visitas, para poder presumir de éllos.
Tanto cuidado sería deseable también para el lenguaje de uso cotidiano. No somos conscientes muchas veces de lo mucho -o poco- que dice de nosotros. No hay necesidad de andar con el diccionario a cuestas: el lenguaje, aunque de escaso vocabulario, se agradece cuando está empleado con tacto y prudencia. La mejor palabra, muchas veces, es la que queda por decir...
En otras ocasiones, hay que ser audaz, y vencer con un torrente de palabras. He dicho vencer -y no convencer- porque tristemente me he dado cuenta que muchos no prestan atención al contenido, sino a la forma, a la verbosidad, al exorcismo. Como cuando los bomberos van a apagar un incendio, y se llevan medio edificio con la potencia del chorro del agua: pues éso mismo.
Hay mucho que decir sobre el lenguaje. Pero también sobre el silencio, que no significa necesariamente ausencia de lenguaje. Los lenguajes no verbales son una parte importante de la comunicación, y requieren su entrenamiento. De forma instintiva se puede saber si alguien te ama, te acaricia, te ignora o te desprecia. Por lo que no dice, por la gestualidad, por cómo se posiciona ante tí, su interlocutor.
Puede que necesitemos reflexionar más. Yo me he contenido hoy al escribir ésto, porque he preferido cuatro lineas sinceras a un manual sobre la Teoría de la Comunicación -que existen, y si quereis os paso la bibliografía.
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